Se murió Robert Rauschenberg. El 12 de mayo.

Tenía 82 y de pobre nada. Una se alegra- no de su muerte, sino- de que haya muerto en la abundancia de la isla que, según dice el diario, fue comprando pedazo a pedazo.

Yo no escribiría sobre él si no fuera porque ya tuve el tupé de hacerlo una vez (acá), y porque en el periódico de la mañana apareció un artículo sobre él que contaba una anécdota que una vez más me releva lo complejo que es llegar y mirar una obra y creérsela que se la conoce por estarla viendo por los ojos.

El personaje que se conoce a través de la prensa me es terriblemente simpático. Qué ganas de haber tenido un octavo de su voluntad. Porque no ser talentosa no es tan importante para mi, como no ser de voluntad de hierro con respecto a lo que se quiere decir o crear.

Si una ya no va a cambiar el mundo, entonces no veo porque no se pueda ser o hacer lo que verdaderamente se nos está saliendo igual por entre los dedos.

Quiero decir que debe ser durísimo- lo es, lo sé- sentir que con su manera de enseñanza el que tienes frente a ti de profesor te está pidiendo por favor que pienses exactamente lo contrario. Rauschenberg, además de sentirlo así, se atrevió a actuar en consecuencia. Pintó y creó llevándole la contraria a su maestro Albers.

Dice el periódico que Albers, cuando le preguntaban por el discípulo, declaraba que no se acordaba NADA de él, ni le sonaba el nombre. En fin.

Y resulta que después no nos interesa cual era la discución teórica entre ellos. Digo, por lo menos una vaga idea deberé tener, el día que en Stuttgart la Staatsgalerie presente alguna de sus obras.

Aunque sigo sin saber que es arte, o mejor dicho, sigo sin saber qué es lo que no tiene ninguna posibilidad de llegar a serlo, sigue afirmándoseme en la cabeza la idea de que lo conceptual, de que el ideario que sustenta la obra enriquece el resultado- por decir lo menos- y que es no hacerle justicia a la obra pretender que solo mirándola- sin considerar «cómo» la miro o «quién soy yo», el que la mira- se espere «ver» el arte que se pretendió materiarizar en ella. Y sino, la culpa es del autor, no mía. No no no, mi falta de interés y/o preparación no deberían importar, es el autor el que debería captarme como público el que debería iluminarme.

Qué quieren! Les seré breve: opino lo contrario. El espectador es parte del asunto. El se lleva su responsabilidad en entender o no, en recibir o no, en ver o no ver nada.

Por otro lado me asalta de nuevo el tema de cuándo una obra de arte deja de pertenecerle al autor. Ya les conté la historia de mi retrato y su triste final en manos de la misma persona que lo creó, mi cuñada (ex), cuando esta decidió que no era lo que ella quería que fuese. Lástima que me lo había regalado y yo estaba convencida de que era mío. Terrible desilución.

Mejor, llegados a este punto, les cuento la anécdota del diario:

Resulta que John Cage, dice mi diario el dieTaz, adquirió un cuadro de Rauschenberg y como eran amigos un día el pintor fué a pasar unos días a casa de Cage cuando este andaba de viaje. Rauschenberg tomo «su» cuadro y lo pintó de negro. Listo.

Me sentí de alguna manera hermanada con los grandes. Se los digo, es durísimo creer que una obra te pertenece y que venga el autor y te demuestre de un par de brochazos lo contrario. Y en una de esas justo cuando empezabas a entender y verla de verdad.

También en este segundo item les seré sincera y breve: no estoy de acuerdo, es más, opino lo contrario.